viernes, 21 de diciembre de 2018

Carlos yacía pálido sobre aquella tumba pasajera con olor a desinfectante. Eva pronto entendió. Su pronta partida era inocente, sin maleficios culpables, ¿cómo señalar a la naturaleza caótica? Fue la justicia quien se había quitado la venda y había sentenciado su propio derecho. Por eso lloraba la niña. Porque cuando aún hacía calor sabía que no volverían a verse otro invierno, que la humedad bañaría en agua fría unos recuerdos a penas valiosos. Hacía tanto tiempo de la infancia. De los sábados con tortilla de patata, juegos de mesa y bailes entre humo de tabaco. ¿Quién es quién? No era Pepe, ni Carmen, ni Joaquín. Tampoco será Carlos. Y ahora la escarcha se asentaba en el banco de sus ojos, y ahí aguantaban en primera línea del frente, hasta que se desplomaban por un terreno cóncavo, luego convexo, de un color indefinible: anaranjado, rosado, caliza. Y morían sobre la tela de un sabio pañuelo que comprendía la verdad de su pena. Qué surtido de desconsuelos a quilómetros de una cama maculada de vidas rotas. La niña vio difuso un insecto caminando por su mesita de noche. Le pareció joven, frenó su impulso inicial, lo dejó caminar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario