miércoles, 18 de octubre de 2017

Fantasía







Lo sé, siempre supe, 
que volveré mil veces 
y que tú seguirás, 
invariable. 

Hipócrita conmigo misma, 
artífice de mi propio embuste. 
Soy un mendigo 
con alma neoliberal. 

Pues qué importa tu diáfana presencia 
si nunca te quedas aquí, 
si llegaste para nunca estar. 

Era verano y era final, 
pero no me di cuenta de ti 
hasta que llegó el principio del invierno. 

Siempre fuiste un fantasma de mirlo 
frente a una torpe aprendiz de colibrí. 
No te veo, ave azabache, 
y tú no me oyes trinar. 

Estoy triste 
porque solo yo te escucho 
–yo con el poder de algo, 
qué osadía, qué incomodidad. 

Me enseñaste a sentir 
tus aleteos al viento, 
tus reclamos instintivos más hirientes, 
el esperado impacto contra la pared, 
el deseo más animal, 
tu canto sedante. 
Confluían tus palabras de la nada, 
ecos difusos, susurros en mi oído, 
húmedos y palpitantes. 

Y yo me perdía, 
me pierdo, dudosa 
entre la pasión y la razón, 
un animal confuso y torturado, 
tratando de encajar 
con la violencia de la fiera
los deseos con palabras, 
mi cuerpo y mi pensamiento 
en los tuyos. 

Pero solo uno logró hacerlo, 
solo uno te alcanzó, 
y ese no fue otro 
que el latido de mi corazón inferior, 
que te pedía lascivo y sutil 
que entrases en mí. 

Así me descifraste ninfa, 
yo que siempre fui un pájaro de papel 
esperando el impulso de unas manos templadas 
que me abrigasen. 

Me llamabas 
y yo volvía, 
pero no me pedías que me quedase, 
nunca me dijiste “quédate”.