Me olvidé de quién era para convertirme en tu sombra. Como
una presencia, te acompañé en cada plegaria, tratando de colarme en lo inalcanzable
de cada ser, creyéndome bruja, creyéndome dueña. Lo que siempre defendí me puso
contra las cuerdas, esas que medían la distancia entre tú y yo. El vacío fue abriéndose, y en él mis gritos se perdían en un eco infinito
y hueco, un lugar tan árido que a cualquiera le hacía llorar. Los gritos no
cesaban, y tú seguías allí quieta, al otro lado de la soga, suplicando que te
dejara de una vez. Cogiste la cuerda y rodeaste mi blanco cuello. Me acusaste de loca, tantas
veces que al final me lo creí.
Justo antes de morir te dije: “Algún día, mi amor, nos encontraremos
en una canción de paz”.