—Te
diré algo importante… –indicó la niña.
Pero
nunca pudo llegar a hacerlo. La niña se quedó muda de verdad.
Fue
una noche mientras dormía, seis años después, que Martina recuperó el habla. Tuvo un sueño en el que recobraba la voz mientras huía de un asesino sin rostro. Como una premonición o un recuerdo de algo
que nunca había ocurrido, soñó que al fin pronunciaba aquellas palabras que sobrevivían en su cabeza como un eco lejano. Pero entonces su interlocutor ya
se había marchado, el tiempo había cambiado –¡ya era verano otra vez!-, aquel
perrito inquieto se había cansado de ladrar, en el balcón hacía un calor
insoportable, el bar de la esquina había bajado sus persianas tras la muerte del propietario, y la niña hacía tiempo que había dejado de ser una niña. Habiéndolo creído todo
igual, Martina se dio cuenta de la cantidad de hechos fútiles que habían
cambiado el escenario tras aquel silencio cautivo. Aquellas palabras nunca
llegarían a vivir, quedarían sobrenadando la nada. Vacías de sonido, desnudas de sentido y
defensa, su propia dueña muy pronto las olvidaría.