domingo, 10 de septiembre de 2017

La violencia de las horas


La relojera escribe cuando hay tiempo y frío y no-lugar. Siempre mira el reloj y cuenta las horas para llegar, las horas para salir -todo bajo control, calculadora mental-, cuándo empieza la función, cuándo acaba el trabajo -que nada se le escape, que no la pillen por sorpresa-. Cuenta las horas para verlo, que siempre suman días, que siempre son más de siete -una semana, un cuarto de mes-. Cuenta el tiempo mientras el tiempo se cuenta a sí mismo en un tic-tac eterno, que se va acelerando, que corre veloz hasta que, paf, se detiene. Calla. Y entonces ella deja de pertenecer al tiempo. 
Vuela, pajarito azul, pajarito solitario, pajarito aprendiz. Ahora todo es silencio y calma concluyente.

viernes, 25 de agosto de 2017

Casa de muñecas


Mi corazón es una niña; Alejandra o Alicia, la llaman. Es una dulce niña que juega con sus muñecas. Las muñecas de Alejandra tienen la piel de porcelana llena de grietas por los caprichos de su dueña. Resulta que a las muñecas de Alicia las tiran por un pozo, o una madriguera, por el que empiezan a caer, y caen, y siguen cayendo… Entonces el tiempo se ralentiza de tal manera que se acaba deteniendo; las manecillas de los relojes que decoran las paredes marcan las nada en punto. Hasta que un estruendo golpe avisa del final del desplome, y el tiempo se acelera de manera violenta, y la angustiada muñeca hace lo que las señales le indican, y bebe, pierde el control y se hace pequeña sin querer. Para volver a crecer, la muñeca, llamémosla Caperucita, pide ayuda al lobo que la comerá, pero es que la apariencia del lobo no es en absoluto feroz. Lo más increíble de esta historia en particular es que la escribo yo, repetidamente, un títere movido por unos hilos que maneja un hombre sin rostro llamado Estocolmo. Amablemente la niña saluda con la mano y su sonrisa a todo aquel que pasa y, cuando se van, se sorprende a sí misma náufraga y solitaria, perdida de nuevo entre las aguas del Mediterráneo, rodeada de muñecas destinadas a caer eternamente por el vacío.

domingo, 20 de agosto de 2017

Viaje a Ítaca



Lo que te ocurre es que no sabes qué camino tomar para llegar a tu destino, que te distraes con las flores y las nubes y te has vuelto miope. Yo ya no recuerdo qué ruta escogí por aquel entonces; tenía los pies en la tierra, pero de algún modo caminaba con la cabeza, metida en alguna jaula de pájaros. No hace mucho, en un pintoresco pueblo de la provincia, sus gentes amables –absortas al ver a una mujer caminando con una cabeza metida en una jaula de aves- me invitaron a quedarme con ellas por una temporada. Dos días después miré el reloj y advertí que habían transcurrido otoño, invierno, primavera y verano, y que yo seguía descaminando por aquellas calles empedradas, no viendo más sol que el que amanecía a veces por el mar este y se escondía al rato por la montaña oeste. Ah, pero qué escena tan conmovedora era encontrarme con aquella luz cegadora. No fue suficiente, no obstante, porque de pronto recordé que llevaba una pesada mochila a mis espaldas, llena de recuerdos –piedras- de otros lugares que mis pies jóvenes habían desandado. Tres tropiezos me bastaron para poner fin a esta pausa sin moraleja. El día 325 emprendí mi marcha con las palabras de Belén resonando en mi cabeza y la clara certeza de que había perdido mi tiempo y a mí misma. A mi paso por el lago de la disonancia, me hice con un guijarro cualquiera, lo guardé en la mochila envuelto en una ramita de trigo y un atrapasueños, y tal que así seguí mi rumbo, con miedo pero segura, sabiéndome algún día en mi querida Ítaca, ya sin idealizar, ya humilde y corriente, ya sin expectativas delusorias.

martes, 8 de agosto de 2017

Desesperada

Desesperada, buscas respuestas
en el eco de tus preguntas, 
y crees encontrar asilo entre flores
marchitas 
o en los reflejos de las aguas
estancadas.
Las sombras de tu mirada
solo atraen más oscuridad.

Desesperada, ¿qué esperas?
Desesperada, olvídalo ya.

viernes, 4 de agosto de 2017

Atardecer

El tiempo. Pasa. Lento. Sin ti.


Pero soy feliz. En el atardecer desde un sillón del chiringuito, mientras suena esa horrible música y Rocío me cuenta sus secretos. Y reímos, bebemos cerveza, comemos frutos secos. Y algo tan ínfimo se convierte en dicha. No hace falta que nos digamos lo a gusto que estamos juntas, como llevábamos tiempo sin estarlo. Nuestras diferencias se disipan, nos entendemos, nos comunicamos, nos desahogamos, nos apoyamos, y damos pequeños gritos a la vida, rompemos con la moralidad del bien y del mal, de lo correcto y lo incorrecto, y ahora más que nunca, quizá porque es verano y calor y vacaciones y cierta libertad, nos alzamos en pro de la vida, de equivocarnos para sentir que vivimos, de ser conscientes de nuestro error pero sabernos felices en él, porque al fin y al cabo es experiencia y emociones.

domingo, 2 de julio de 2017

Verano

Nos amamos con falsos parasiempres que se derritieron en un pequeño anticiclón. Era verano y caía el sol -el mismo que nos vio nacer, nos vio morir, pero un poco más viejas, un poco más cansadas-. Era verano y era libertad. 
Pese a los empujones, abrí mi cuartel. Tenía miedo; vaya si tenía miedo... Pero allí fuera había manos abiertas de personas que hablaban del horizonte, de la Patagonia y de lugares que nunca antes había oído. Paso a paso, gota a gota, nuestro amor fue cayendo, azul e inerte, para nunca más volver a existir. No dejó ni un átomo de energía. Ni un destello. Empezamos a caminar, cada una buscando su norte, prohibiéndonos volver la vista atrás por si la mirada congelaba nuestro deseo.