Mi
corazón es una niña; Alejandra o Alicia, la llaman. Es una dulce niña que juega
con sus muñecas. Las muñecas de Alejandra tienen la piel de porcelana llena de
grietas por los caprichos de su dueña. Resulta que a las muñecas de Alicia las tiran
por un pozo, o una madriguera, por el que empiezan a caer, y caen, y siguen cayendo… Entonces el
tiempo se ralentiza de tal manera que se acaba deteniendo; las manecillas de
los relojes que decoran las paredes marcan las nada en punto. Hasta que un
estruendo golpe avisa del final del desplome, y el tiempo se acelera de manera violenta, y la angustiada muñeca
hace lo que las señales le indican, y bebe, pierde el control y se hace
pequeña sin querer. Para volver a crecer, la
muñeca, llamémosla Caperucita, pide ayuda al lobo que la comerá, pero es
que la apariencia del lobo no es en absoluto feroz. Lo más increíble de esta historia en particular es que la
escribo yo, repetidamente, un títere movido por unos hilos que maneja un hombre sin rostro llamado Estocolmo.
Amablemente la niña saluda con la mano y su sonrisa a todo aquel que pasa y, cuando se van, se sorprende a sí
misma náufraga y solitaria, perdida de nuevo entre las aguas del Mediterráneo, rodeada de
muñecas destinadas a caer eternamente por el vacío.
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