Lo
que te ocurre es que no sabes qué camino tomar para llegar a tu destino, que te
distraes con las flores y las nubes y te has vuelto miope. Yo ya no recuerdo
qué ruta escogí por aquel entonces; tenía los pies en la tierra, pero de algún
modo caminaba con la cabeza, metida en alguna jaula de pájaros. No hace mucho,
en un pintoresco pueblo de la provincia, sus gentes amables –absortas al ver a
una mujer caminando con una cabeza metida en una jaula de aves- me invitaron a
quedarme con ellas por una temporada. Dos días después miré el reloj y advertí
que habían transcurrido otoño, invierno, primavera y verano, y que yo seguía
descaminando por aquellas calles empedradas, no viendo más sol que el que
amanecía a veces por el mar este y se escondía al rato por la montaña oeste.
Ah, pero qué escena tan conmovedora era encontrarme con aquella luz cegadora.
No fue suficiente, no obstante, porque de pronto recordé que llevaba una pesada
mochila a mis espaldas, llena de recuerdos –piedras- de otros lugares que mis
pies jóvenes habían desandado. Tres tropiezos me bastaron para poner fin a esta
pausa sin moraleja. El día 325 emprendí mi marcha con las palabras de Belén
resonando en mi cabeza y la clara certeza de que había perdido mi tiempo y a mí
misma. A mi paso por el lago de la disonancia, me hice con un guijarro
cualquiera, lo guardé en la mochila envuelto en una ramita de trigo y un
atrapasueños, y tal que así seguí mi rumbo, con miedo pero segura, sabiéndome
algún día en mi querida Ítaca, ya sin idealizar, ya humilde y corriente, ya sin
expectativas delusorias.
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