miércoles, 3 de enero de 2018

3 de enero de 2018

Te sentaste en el rincón de un pasillo que me recordaba de nuevo al de mis abuelos. Otra vez aquel aroma a vetusto, al barrio de mi infancia. La puerta de la cocina había desaparecido; ahora solo estabas tú en una silla de madera y mimbre. A tus pies yacía aquel conocido suelo negro, un abismo con manchas blancas que parecían obra de Rorschach. “¿Y tú, qué ves en ellas?”, podría haberte preguntado para descubrirte al fin. Pero eso siempre lo pensé después. Mi tía, mi madre, primos, todos iban pasando en una algarabía de voces y cuerpos en movimiento, como solían en aquellas reuniones que hoy parecen parte de la vida de otro. Y tú me mirabas, había fuego en tus ojos y me mirabas como yo ya no recordaba. Nunca vi en ellos más que deseo irracional. Nunca supe ver más que lujuria en los ojos de los hombres curiosos. Y quizá, tal vez, era yo... Pero entonces todo fue una playa, y tú te marchaste –remarchaste– con un niño cogido de tu mano. Conocía a aquel chiquillo, aunque ahora no fuese el mismo de siempre. “Yo lo sabía y tú lo sabías”, me advirtió Andrea, y yo lloraba, mientras tú te ibas alejando, lentamente, con aquel niño rubio entre tus brazos. Tuve el impulso acostumbrado de ir detrás de ti, pero me detuve, cambié de idea, así que escalé un muro provisional deseando con todas mis fuerzas no caer al vacío. Al pisar la arena caliente de Xeraco, me sentí de nuevo a salvo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario