Te sentaste en el rincón de un pasillo que me recordaba de nuevo al de mis abuelos. Otra vez aquel aroma a
vetusto, al barrio de mi infancia. La puerta de la cocina había desaparecido; ahora solo
estabas tú en una silla de madera y mimbre. A tus pies yacía aquel conocido suelo negro, un abismo con
manchas blancas que parecían obra de Rorschach. “¿Y tú, qué
ves en ellas?”, podría haberte preguntado para descubrirte al fin. Pero eso
siempre lo pensé después. Mi tía, mi madre, primos, todos iban pasando en una algarabía
de voces y cuerpos en movimiento, como solían en aquellas reuniones que hoy
parecen parte de la vida de otro. Y tú me mirabas, había fuego en tus ojos y me
mirabas como yo ya no recordaba. Nunca vi en ellos más que deseo irracional. Nunca supe ver más
que lujuria en los ojos de los hombres curiosos. Y quizá, tal vez, era yo... Pero
entonces todo fue una playa, y tú te marchaste –remarchaste– con un niño cogido de tu mano. Conocía a aquel chiquillo,
aunque ahora no fuese el mismo de siempre. “Yo lo sabía y tú lo sabías”, me advirtió Andrea, y yo
lloraba, mientras tú te ibas alejando, lentamente, con aquel niño rubio entre tus brazos. Tuve el impulso acostumbrado de ir detrás de ti, pero me detuve, cambié de idea, así que escalé un
muro provisional deseando con todas mis fuerzas no caer al vacío. Al pisar la arena caliente
de Xeraco, me sentí de nuevo a salvo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario