Hoy amanecí contigo,
aunque al correr las persianas no te vi a mi lado. Eran las 7 de la mañana de
principios de mayo, y llevaba meses sin desvelarme tan temprano después de
soñarte entre mis dedos. Se cumplen tres meses de tu abandono y 27 años de tu
nacimiento, y lo cierto es que no recaí en ello hasta varias horas después, en
la sala de espera del médico, mientras leía Rayuela y mis brazos estaban
llenos de pinchazos de alergia. Estos no eran los tuyos, aquellos desaparecieron poco a poco con la brisa marina y el sol de Valencia. También con
ginebras y tónicas en noches borrosas que desviví porque apenas recuerdo. Ah,
pero he sido feliz todo este tiempo. Llorarte o soñarte no me hace más
desgraciada, solo un poco sentimental y nostálgica a veces. Al menos yo tengo esa virtud, o defecto. Un corazón dolido es
un corazón fuerte y ávido, y el mío al romperse no quedó enfermo ni hecho
jirones, sino que se volvió más rojo que nunca. Eran tus clavos los que le
hacían daño. Servían para taponar los agujeros, decías. Yo te creía, o quería
creerte, pero lo cierto es que durante dos inviernos nadie lo escuchó
latir.
Pues andaba yo pensando en ti todo el día, en cada palabra de Cortázar, en cada pinchazo de aguja, en cada paso izquierdo o derecho —con el zurdo siempre un poco más— hasta mi casa, en cada inspirar-expirar de mis pulmones. Era como vivir un largometraje. Lo vivía y no lo veía, porque yo lo sentía bien adentro, lo había aprehendido y era parte de mí. Luego tomé café, ese brebaje rutinario que siempre me sabe un poco a ti, quizá por tus ojos, o porque contiene sorbos de tu piel. Pero no pensaba ahora en ti, meditaba sobre aquello que te rodea, que un día fue casi tan mío como tuyo: amigos, familia, lugar. Ser contigo era ser con tu entorno, algo que tú nunca supiste hacer. También eso tuve que perderlo cuando tú te decidiste a borrarnos. Sí, con aquello me chafaste, como se chafa a un bicho por el que no se siente ninguna empatía. He visto cómo los matan sin pararse a pensar que son seres vivos y coleando. Pero resulta que los mosquitos también tienen corazón.
Pues andaba yo pensando en ti todo el día, en cada palabra de Cortázar, en cada pinchazo de aguja, en cada paso izquierdo o derecho —con el zurdo siempre un poco más— hasta mi casa, en cada inspirar-expirar de mis pulmones. Era como vivir un largometraje. Lo vivía y no lo veía, porque yo lo sentía bien adentro, lo había aprehendido y era parte de mí. Luego tomé café, ese brebaje rutinario que siempre me sabe un poco a ti, quizá por tus ojos, o porque contiene sorbos de tu piel. Pero no pensaba ahora en ti, meditaba sobre aquello que te rodea, que un día fue casi tan mío como tuyo: amigos, familia, lugar. Ser contigo era ser con tu entorno, algo que tú nunca supiste hacer. También eso tuve que perderlo cuando tú te decidiste a borrarnos. Sí, con aquello me chafaste, como se chafa a un bicho por el que no se siente ninguna empatía. He visto cómo los matan sin pararse a pensar que son seres vivos y coleando. Pero resulta que los mosquitos también tienen corazón.
Entonces pensé en Alejandra y, oh casualidad, vi que ella
también había reparado en mí. En tan solo ese segundo de tiempo me puse a llorar. Lo
juro, lloré como si me hubiesen arrancado de nuevo un pedazo de alma. Eran
lágrimas de liberación, nacían de la necesidad de sentir una palmadita virtual
de su mano sobre mi espalda. Después de eso decidí que al día siguiente iría con Andrea a
la playa, que necesitaba de esa brisa marina para secar mi piel.
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